Chapter 1
—¡Anastasia, ayúdame! ¡Me violaron en el club! Anastasia Torres no podía pensar más que en el tono de desesperación e impotencia en la voz de
su mejor amiga mientras se dirigía con prisa a la casa club. «Habitación 808», leyó el número de la placa que había en la puerta de la habitación
privada. Era el mismo número de habitación que le había enviado por mensaje su amiga, Helen Sarabia, así que, sin pensarlo, irrumpió para
salvarla. Cuando abrió la puerta con la mano, la oscuridad le dio la bienvenida. De pronto, una fuerte mano la tomó de la muñeca y la arrastró hacia
la habitación oscura, seguido de un fuerte golpe sordo tras azotar la puerta para cerrarla. —Oye... ¡¿Quién eres y qué es lo que quieres?! —gritó
Anastasia, posando la mirada por doquier mientras intentaba descifrar qué la rodeaba. —Tranquilízate y te trataré bien —sonó cerca de su oído la
voz profunda y ronca de un hombre. Al siguiente instante, echó a Anastasia contra el sillón y, antes de que esta pudiera levantarse, un cuerpo fuerte
y esbelto la detuvo. Cuando un par de labios que sabían a hierbabuena se posaron contra los de ella, dejó salir un grito ahogado. El hombre que
tenía encima sintió calor al tener contacto. Una sensación de impotencia hizo que derramara lágrimas de su cara mientras forcejeaba contra el
hombre, pero no pudo hacer nada al final para resistir a su ferocidad. Una hora más tarde, Anastasia logró escabullirse de la habitación, viéndose
desaliñada. Acababa de pasar por una pesadilla, pero eso no la distrajo de preocuparse por la seguridad de su mejor amiga. Estaba por llamar al
número de Helen cuando vio a un grupo de hombres y mujeres caminando por la puerta del lado. Bajo las luces, reconoció a las dos mujeres que
venían entre ellos. Una resultó ser Helen, la mejor amiga que le había gritado por ayuda en el teléfono hace rato, y la otra era la hermanastra de
Anastasia, Érica Torres. Ambas caminaron al lado de la otra, tomadas del brazo, como si fueran las mejores amigas. Cuando las vio, la expresión de
Anastasia se llenó de asombro y furia. —¡Alto allí, Helen! —gritó con voz fuerte mientras apretaba los puños a sus costados. Tras oír esto, Helen y
Érica voltearon a mirar a Anastasia, quien las fulminó con la mirada, y le preguntó con cara pálida a Helen—: ¿Por qué tenías que mentirme? —No
es mi culpa que siempre seas tan crédula, Anastasia —le respondió con una sonrisa de satisfacción. —¿Te la pasaste bien con tu gigolo? —
preguntó Érica con una voz cantarina, sonriendo con perversidad. Fue entonces cuando Anastasia se percató de que ambas le habían tendido una
trampa. La castidad que había protegido por los últimos diecinueve años la sacrificó a favor de su despreciable alegría. En ese momento, Helen le
¡Te odio y solo quiero arruinarte la cara! —Yo tengo evidencia que le debo mostrar a papá de que te has estado prostituyendo en el club —intervino
Érica al instante, burlándose—. ¡No tardará en sacarte de la casa! —Ustedes dos... —Anastasia estaba tan furiosa que su cuerpo se balanceaba y
lo tenía destrozado después del calvario por el que había pasado. El peso de la traición y la crueldad de su amiga combinado casi la derrumbaron.
—¡Vámonos, Helen! No necesitamos que nos vean con basura como ella, ¿no es así? —Con su brazo entrelazado con el de Helen, Érica la dirigió al
coche deportivo estacionado junto a la acera. Tres días después, en la residencia Torres, sonó la voz profunda de un hombre enfurecido: —¿Te
prostituiste por dinero solo porque no te dejé ir a estudiar al extranjero? ¿Cómo puede ser que yo, Franco Torres, tenga una hija tan desvergonzada
como tú? —Pero, papá, yo no hice... —¿Tú no lo hiciste? ¡Pero lo hiciste, Anastasia! ¿Cómo se te ocurre llegar a ese extremo? ¿Acaso te hacemos
pasar por hambre o te privamos de algo? ¡No puedo creer que te prostituyeras con desconocidos en una sucia casa club! Por tu bien, espero que no
hayas traído ninguna enfermedad a esta casa. Quién sabe de qué podríamos contagiarnos mi hija y yo por tu culpa —gritó una mujer bien vestida y
con joyas desde el sillón en que estaba sentada. —Papá, de verdad, yo no lo hice. Yo... —dijo Anastasia tratando de dar una explicación. Sin
embargo, Franco no quiso oír una palabra más y la miró furioso mientras le espetaba: —Conque me sigues mintiendo. ¡Te vas de la casa ahora! No
soportaré que estés bajo mi techo. Ninguna hija mía debería ser tan descarada. De ahora en adelante, ¡no eres mi hija! Mientras tanto, en el
descansillo de la escalera, Érica observó lo que pasaba mientras se apoyaba contra el barandal con el mentón sobre su mano. Todo estaba
ocurriendo como lo planeó: en cuestión de minutos, Anastasia sería expulsada de la casa y vagaría por allí como un patético perro callejero. En la
sala de estar, Anastasia se quedó callada al ver la mirada fulminante y decepcionada de su padre; sin decir nada, se levantó de su asiento y subió
las escaleras para empacar sus cosas. Acababa de dar vuelta en el descansillo cuando la más joven, Érica, la acorraló, quien le dijo con los brazos
cruzados: —¡Vete de aquí! No te quedes como la monstruosidad que eres. ¡No volverás a tener lugar en esta casa nunca jamás! —Anastasia apretó
los puños al mirar con furia la expresión satisfecha de Érica. Al ver el odio en los ojos de Anastasia, Érica se le acercó y le dijo—: ¿Qué? ¿Acaso
quieres bofetearme? —Le puso la mejilla frente a la chica irritada y añadió, engreída—: ¡Pues adelante! Sin retraerse, Anastasia golpeó la cara de
Érica con su mano, resultando en una fuerte cachetada. —¡Ah! —Érica dejó salir un grito—. ¡Me heriste! ¡Mamá, papá! ¡Anastasia me acaba de
a golpear a mi hija, Anastasia! ¡¿A qué estás jugando?! Franco notó la marca roja en la mejilla de Érica, quedando más decepcionado que nunca en
su vida, y pensó: «¿Desde cuándo mi hija mayor se convirtió tan rebelde de forma exasperante?». —Papá, me duele... —lloriqueó Érica mientras
enterraba su cabeza entre los brazos de su padre, respirando con profundidad como si estuviera bajo intenso dolor. —¡Lárgate de aquí, Anastasia!
—exclamó Franco en dirección de ella. Tras haber empacado sus pertenencias, Anastasia tomó su pasaporte y bajó las escaleras. Su corazón se le
endureció cuando vio a su padre sosteniendo a Érica en sus brazos como si fuera algo precioso; entonces ella comprendió que no tenía lugar en su
corazón. Franco solo había oído el punto de vista de Érica en lugar de preguntarle a Anastasia sobre el espeluznante incidente que había pasado la
noche anterior. Desde que había fallecido su padre, ella pasó su vida en este hogar como una intrusa, ya que su padre trajo consigo una amante y a
su hija ilegítima para formar una nueva familia. La pobre madre de Anastasia nunca supo sobre las relaciones extramaritales de su esposo, ni
siquiera cuando murió. «No volveré a este lugar nunca jamás». Dentro de la casa, Érica miró cómo Anastasia arrastró su maleta a la puerta principal
y sonrió con malicia, pensando: «¡Por fin me deshice de esa inútil monstruosidad!». ... Cinco años después, tocaron la puerta frontal de su
departamento en Danesberia. La mujer que vivía allí estaba inspeccionando sus diseños cuando oyó los toquidos. Un poco perpleja, caminó a la
puerta y, descontenta, la abrió. Cuando vio a dos hombres asiáticos trajeados, les preguntó en chino: —¿A quién están buscando? —¿Usted es la
señorita Anastasia Torres? —preguntó uno de los dos en español. —Soy ella. ¿Ustedes quiénes son? —Nos pidieron que la buscáramos. Su madre,
Amalia Chávez, salvó la vida de nuestro joven hace tiempo. La señora a la que servimos desea verla. —¿A qué señora le sirven? —preguntó
Anastasia, frunciendo el ceño. —La señora Palomares —contestó con respeto el primer hombre. Tras oír esto, Anastasia entendió por qué vinieron
estos hombres. La señora Palomares era la mujer a cargo del Grupo Palomares, el principal conglomerado del país. Hace unos años, la madre de
Anastasia sacrificó su vida para salvar la del nieto mayor de la señora Palomares. A Anastasia la enorgullecía que una agente de policía tan capaz y
justa como Amalia hubiera sido su madre. —Lo siento, pero no tengo intenciones de verla —contestó Anastasia con decisión. Tenía la sensación de
que los Palomares querían compensar la gran obra de Amalia, pero no planeaba aceptar su gesto en absoluto. Justo entonces, sonó una voz infantil
y curiosa dentro del departamento, preguntando: —Mami, ¿quién es? —Nadie —le respondió de prisa. Luego, se dirigió a los hombres que estaban
en la puerta—: Lo siento, no estoy de humor para tener invitados por el momento. —Con esto, cerró la puerta. Mientras tanto, en el campo, había un
hombre sentado en un sillón dentro del chalé que estaba escondida a medio camino de la colina. —¿La localizó? —Sí, joven Elías. La chica que
estuvo en la casa club hace cinco años acaba de vender su reloj en un mercado de segunda mano. —Encuéntrela —dijo el hombre en el sillón con
una voz grave y autoritaria. —¡Sí, señor!